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Voga

Diseñador e Ilustrador por vocación y profesión. Escritor. Papá de Diego. Aquí hablo de mis intereses: Diseño, Arte, Reencarnación, Cómics, Cine, Literatura, Poesía, Política, Deportes, Comida y..., sí, otros tantos más.

Todos los regalos que caben en un regalo

En la medianoche de la nochebuena cabe también la madrugada y la mañana del día siguiente.

Después de cenar y abrazarse, los cuerpos ya están en un acelerado declive a causa del exceso de comida, tragos y plática. Nada fatiga tanto como el estrés conversacional de esa fecha: hablas con quienes tienes alrededor, pero también a través de llamadas telefónicas, chats de whatsapp e intercambios por redes sociales.

Sin embargo, hay un diálogo interno que también se desarrolla, incluso en los escépticos. Se puede manifestar como oración, discurso de agradecimiento o un testimonio entre quienes se saturan de alcohol y no pueden controlar los efluvios de sinceridad emocional en horas tardías.

Caben cientos de noches en nochebuena… y muchas más en su amanecer.

En mi casa siempre he sido quien compra los regalos, incluyendo los míos. También me he impuesto por tradición escoger el papel y lazos que identifiquen a cada miembro de mi pequeña familia: mi esposo y Diego, mi pequeño hijo de 9 años. Para contribuir a la magia de esa noche no hacemos intercambios (a Diego le cuesta entender esa dinámica). Todos deben esperar a que el niño Dios coloque los regalos debajo del árbol mientras dormimos para, en la mañana, compartir la emoción de abrir cada presente.

Sí, también soy yo la que espera el sueño familiar para bajar a la sala y, en una ‘meditoración’, servir cada obsequio como si de una ofrenda se tratase.

La madrugada de este 25 me sentía especialmente cansada como para esperar el sueño profundo de todos (también nos acompañaban mis padres). Configuré la alarma a las 3:30 am para dormir al menos una hora y dar tiempo suficiente a que nadie vagara por la casa oscura.

Antes de buscar la bolsa de regalos me tomé un par de pastillas para mitigar una resaca incipiente. Bajé las escaleras y lo que vi bajo el árbol me erizó toda la piel. Regresé a la habitación pensando que aquello podía ser una broma de Pedro, pero no, mi esposo dormía profundamente.

La base del árbol estaba completamente cubierta de regalos de todos los tamaños, empapelados en dorado con lazos de un plateado brillantísimo. La sala deslumbraba, mucho más que con el acostumbrado juego de luces navideñas. Me acerqué con extrema cautela, mientras evaluaba las posibles explicaciones a tan desconcertante y, sí, aterradora maravilla.

He dicho antes que siempre he sido la única responsable de los regalos, pero este año debido a la cuarentena, mucho más. Las compras decembrinas las hice yo, nadie más. Mi esposo se quedó en casa trabajando todo el tiempo. Mis padres llegaron hace unos días y no han salido.

Quedaba la posibilidad de que, en una de mis salidas, alguno de ellos hubiera encargado todos estos regalos a domicilio. Pero no, son gente poco presta a cosas así. Tampoco habrían podido esconderlos en esta casa que controlo al dedillo.

Con mucha precaución decidí tocar el regalo más grande y descubrí que portaba una hermosa tarjeta negra debajo del lazo, con letras góticas estampadas también en dorado: “Para Alma” ¡Mi nombre!

Iba a abrirlo, pero en ese momento una sombra me distrajo y aterró, helándome todo el cuerpo al notar de dónde provenía. En el primer peldaño de la escalera estaba sentado un niño. No, no era mi Diego.

Escondía la cabeza entre sus piernas, cubierto todo por una túnica naranja. A pesar de no emitir sonido alguno, sabía que lloraba.

Mi corazón palpitaba como nunca antes, quise gritarle a Pedro, pero me privé por miedo a ponerlo en riesgo. Creí (rogué) estar soñando.

No sé cuánto tiempo estuve inmóvil, solo reaccioné cuando, finalmente, el niño empezó a hablar. Su voz no correspondía a la edad que le figuré.

– No volveré a poner más regalos en tu corazón. Es la última vez. Esos de ahí serán suficientes para toda tu vida, ábrelos con cuidado en el momento correcto. 

De repente el miedo se esfumó y sentí verdadera preocupación por él.

– ¿Por qué lloras? -Dije esto como si lleváramos toda la noche conversando.

– Ya no vendré más Alma.

– ¿Quién eres? -Fue una pregunta estúpida. Ya sabía la respuesta.

Sacó la cabeza de entre las piernas y lo vi, sus ojos grandes, hermosos, hinchados de lágrimas, me vieron con tristeza, alegría, hermandad, sorpresa, histeria, dolor.

En una lágrima, como en cualquier océano, caben aguas de todos los colores, densidades y pesares.

Se levantó y caminó hacia mí agrandándose con cada paso, tanto que en su última pisada solo alcancé a ver uno de sus enormes pies.

Quise hacerle una última pregunta, pero su último paso me lo impidió: me aplastó implacable, con una presión sorpresivamente dulce que hizo crujir todos mis huesos como ramas y hojas secas. Vi, con singular placer, cómo todo mi cuerpo se consumía en una luminosa llama blanca.

Amanecí dormida frente al árbol, como tantas veces siendo niña. Todos los regalos que había comprado estaban perfectamente colocados, con los mismos envoltorios que tanto me esmeré en decorar.

Preparé café y me senté a celebrar entre lágrimas, viendo cómo cada miembro de mi familia desfilaba frente a su regalo y lo abría esparciendo alegría, hermandad, sorpresa, y todas esas emociones que solo puedes descubrir cuando te pones lágrimas en lugar de gafas.

– Mamá, bonita ¿Y esas lágrimas? -Me preguntó mi pequeño Diego, el último en bajar a por su regalo.

Eran sus primeras palabras en esta vida, pero las tomé como si llevara toda la eternidad escuchándolo. Nueve años de silencio autista acabaron ese amanecer de su novena navidad.

No quise responderle. Caminé hacia él, agrandándome en cada paso. Lo abracé haciendo crujir su cuerpito con el mismo fulgor que me había prendido en la madrugada.

Así abrí el primero de los regalos dorados, comprendiendo el silencio del niño de mis oraciones y descubriendo la voz del otro, el niño de mis días, de mi vida.

Entrada destacada

Yo no sé si vendrán nuevos días

si aterrizarán ovnis

o si la tierra decidirá explotar

en miles de piedritas y huesos

 

no sé si bajará Dios y su ayuda

si seremos sorbidos por un nirvana

de dientes y tiempo

o por otro cuerpo

que nos hará sangre

inventos

ideas

 

ni siquiera sé si alguna vez

nos volveremos a ver

lejos de lo que hemos sido

 

si sacaremos cuentas

y comeremos sándwiches de jamón con aceitunas

y una coca cola bien fría

que nos haga eructar besos

y heridas

 

nada de eso sé

tampoco sé cómo debo terminar un poema

si con una moraleja

un abrazo

o con un ruego que impida

el arribo de aliens

nuestra dispersión por el espacio

o la separación de nuestros versos

de nuestros besos

las palabras

Pastel de Cerezas y Tiempo

En esta vida empiezo a ser mujer mientras me despreocupo en serlo.

Me reclamas cómo he dejado de ser femenina, cómo mi cabello se ha ido secando, cómo fui perdiendo esa mirada que antes era toda para ti y ahora, olvidándome, encuentro mejor lanzarla hacia cosas mucho más animadas que tú: los huevos, la esencia de vainilla, el azúcar.

Llevo meses divirtiéndome con la repostería y el tiempo, el esponjoso tiempo de las mezclas, los moldes y el calor. Cernir la harina te hace pensar en los segundos valiosos que hay que separar de los otros, los inevitables del sueño o los compartidos contigo. La batidora es un generador de ondas astronómicas de donde salta una galaxia y eventualmente un merengue blanquísimo que cubre una superficie como si de un nuevo cielo se tratase.

He descubierto la conexión entre la astronomía y la gastronomía. Incluso, descubrí una receta: Pastel de Cerezas y Tiempo. Y sí, fue un descubrimiento, no un invento, similar a ese de las ondas gravitacionales que siempre estuvieron allí y solo faltaba un hábil oído que las escuchara.

Es una receta deliciosa, a pesar de no llevar cerezas. Y si te parece incongruente que se llame pastel de cerezas sin incluirlas, pues no es nada extraño. Pasa lo mismo con el tiempo, que está hecho de otras cosas: de recuerdos, esperanzas, fotos, besos, miradas… Como la mirada que no podía evitar regalarte, que me hacía femenina, pero, ahora lo sé, no mujer.

El rímel, el labial, el tinte (masculinos) también me hacían femenina. Ahora lo entiendo. Eran como el fondant, el glaseado, las coberturas de un pastel. Sí, lo hacen ver apetitoso, deslumbrante, pero no son el pastel.

La guinda es diferente, no es el chocolate, la fresa o el profiterol que todos reclaman. No hay pasteles de guindas, sin embargo, son su cumbre. Tampoco es el pastel, pero las guindas solo sirven para los pasteles. Las mujeres igual…

En este punto ya habrás podido deducir que mi Pastel de Cerezas y Tiempo, tampoco lleva tiempo, pero sí una guinda, gordita, rojita, almibarada. Lista para ser devorada por un agasajado en cualquier celebración futura, un feliz cumpleañero que jamás volverás a ser tú, pendiente solo de comer cualquier sobra que esté sobre la mesa, pero nunca el plato principal.

 

A SALVO ENTRE BOINAS Y VAINAS

Unos días antes del 6 de diciembre de 1998 escribí este pequeño cuento, aturdido por un ambiente social febril, disparatado, que ya abrumaba al post-adolescente de entonces, tanto como unos temores íntimos de otra índole, no menos atemorizantes. Por fortuna, estos últimos resultaron infundados, no así los públicos, que terminaron por enterrar al país en su etapa más oscura, aún sin cesar.

Quise combinar esos miedos privados y públicos en una historia torpe, irónica y díscola, donde se expusiera el sueño de la razón que embargaba a la población y cómo aquello representaba, sin duda, el fin de la nación que había conocido.

Este cuento fue publicado, unas semanas más tarde, en un magazine digital de Baja California, llamado Abracadáver. Recuerdo con mucho cariño esa selección.

Lo transcribo sin revisión, soñando conque esa triste y tenebrosa época, que nacía justo 20 años atrás, termine de una vez por todas.

 

 

A SALVO ENTRE BOINAS Y VAINAS

por Víctor Ojeda Gallego

 

Esa noche, no sé por qué razones, decidí hacerlo. No lo planeé. Apenas un destello y, luego, el disparo.

Miguel lo cuenta mejor que yo. Debe ser porque fue él quien, en un principio, dio pie a la idea. Él está aquí por simples averiguaciones, pues a mí ya me hicieron la prueba de la parafina y di positivo. Qué más van a buscar. Seguro lo encanan por autor intelectual o alguna otra verga. A mí me gustaría y a la vez no. Miguel es pana, pero no quiero entrar solo al retén, sin conocer a nadie. De todas maneras, a estas alturas, ya no hay muchas cosas que a él le importen.

Estoy cagado, el sólo pensar que estaré entre asesinos verdaderos, miserables llenos de odio contra todo lo que yo puedo representar, me dan ganas de pegarme un tiro. No creo que lo haga, desde chiquito tengo fijación por la muerte, pero no tengo la suficiente determinación como para embalarme por mi propia cuenta al abismo. Estoy esperando por el golpe. Sé que si Chávez se monta, me va a sacar de todo este peo, total, él quiso hacerlo en un momento. Yo sé que el pana Chávez me va a sacar y me dará algún puesto importante. Lo sé.

 

EL ANUNCIO

Estábamos peos y Miguel decía muchas vainas. Siempre decía pendejeras cuando se rascaba, pero esa noche, no sé, le dio por hablar de más. Empezó con que un tío abuelo de él y que estuvo cuando mataron a Delgado Chalbaud, que Delgado Chalbaud era compañero de armas de su tío abuelo y otras güevonadas que no me importaban un coño y de las que ya no me acuerdo. Lo cierto es que terminó diciéndome que tenía SIDA y que se iba a morir en cuanto lo agarrara una fiebrecita o una gripe. Yo me cagué: o es invento lo que está diciendo y éste tipo se volvió loco o se lo cogieron y es marico, y yo con ésos bichitos si es verdad que no quiero nada. Pero coño no, Miguel no podía ser marico. O sea que no quedaba otra, se había vuelto loco y estaba diciendo estupideces: La borrachera.

 

UNO NUNCA SABE

Para mí, en ese entonces, el SIDA era una vaina que sólo le daba a los maricos. Cuando Miguel me dijo, al día siguiente, que sí, que tenía la mierda ésa, no me dejó dudas: Miguel tenía que ser marico. Yo supe de un carajo que, coño, con una apariencia y un teatro por delante, hasta con jevas y todo andaba el tipo. lo habían pillado dando culo. Pero mierda, que Miguel, mi pana de siempre, resultara gay, esa vaina como que era demasiado densa para mi pobre entendimiento.

El sol estaba arrecho y hacía horas que la pea se nos había pasado.

 

LA EXPLICACION

Me estuvo explicando que no fuese tan obtuso, que qué bolas tenía yo creyendo que él era gay. Fue la jeva esa, la de Prebo, la putica que se la pasaba bailando todas las noches en Le Chat. La maldita esa se estaba muriendo en Caracas, en casa de una tía. Se lo habían dicho unas dos semanas atrás y Miguel no esperó mucho para hacerse el examen.

O sea que no era marico, pero como me dijo él, peor, porque se iba a morir.

 

UF, DE VAINITA

Cuando le dije que yo también me había cogido a la jevita esa, los ojos le brillaron. Qué desgraciado.

Cuando una semana después le conté que había dado negativo, fue como si le hubiese anunciado que no necesitaba morirse porque, de verdad, ya estaba muerto.

En un momento pensó que no importaba morirse si se moría acompañado. Decirle que no, que yo no me iba en el mismo bus que él al abismo, era decirle que estaba solo y que cualquier vaina que se le ocurriera por demostrar lo contrario era pura paja.

 

EL ABISMO

Pero, yo no sé qué es peor, si tener SIDA o haber matado a Carlos Andrés Pérez. No lo sé.

 

UNA HISTORIA

Miguel siempre decía que vivir en Valencia era la peor mierda que le podía pasar a gusano alguno. Coño, tenía razón. Por eso, cuando me echó el cuento de cómo fue que su familia, luego de ser de las de más caché de Caracas, se vino para acá, compartí sinceramente su arrechera.

El abuelo de Miguel era perejimenista, pero de los de verdad. El viejo era de esos esbirros que hacían cualquier mierda que se les pidiera. Resulta que el carajo bastante que jodió a un coñazo de adecos, y eso, cuando cayó la dictadura empezaron a pasárselo en la cuenta. El viejo se fue para el coño, para España creo. El papá de Miguel era apenas un chamo y le tuvo que echar bolas solo. El carajo no le paró a nada, sacó el bachillerato viviendo arremangado en casa de una tía y cuando lo terminó se fue para La Guaira a trabajar en los muelles. Allí reunió unos reales y con un amigo estableció una sociedad y montaron un barcito en Macuto. Lo demás es como las historias de comiquita, el carajo reunió más y montó otra vaina y así hasta que Carlos Andrés llegó a la presidencia y empezó a pasar factura: depinga, te ganaste el Kino güevón, yo me acuerdo de tu papá. El Gocho le hace una persecución, que si estás moroso con el fisco, que si tu registro es chimbo, que me caes mal.

Por último: cuento tres y no te veo. El papá de Miguel decidió embalar y venirse para esta mierda. Después de los dos infartos que le dieron, el pobre ya no tiene mucho ánimo para nada. La mamá de Miguel se fue con un carajito de 19 años y Miguel, coño, qué mala pata pana: SIDA.

 

INVITACION

Miguel me invitó ese día para el Intercontinental, le pregunté que qué coño íbamos a hacer ahí y me dijo que jugar tiro al blanco. No presté mucha atención al hecho de que cargara la pistola de su papá (otras veces la había llevado igual, sólo que sin balas y nada más que para echar vaina asustando a algunos panas gallos), pero esta vez era en serio.

Me dijo que ese día estaría el marico de Carlos Andrés dando una entrevista de lo más nice en la piscina del hotel. Tripeamos con la idea de ver al maldito ése en tanga. Miguel me convenció de vacilarnos al Gocho y darle un susto tipo fanático, que si asustarlo con la pistola y no sé qué. A mí no me hizo gracia la idea, pero cuando llegamos y vimos que la vaina era más pata ‘e bola que el coño y no había ni vigilantes ni guardaespaldas ni nada, entonces pensé que tal vez nos podríamos tripear una nota depinga dándole un susto al viejo ése, a lo mejor y salíamos en el periódico y todo como los bromistas del mes.

¿En dónde carajo teníamos la cabeza?

 

UNA POSTAL

La cara del Gocho cuando le pregunté si quería morir, era como para hacer una postal de esas que dicen «Venezuela, el secreto mejor guardado del caribe». El Gocho con la boca en forma de óvalo sin poder articular alguna palabra. Y cuando vio la pistola en mi mano, ni hablar. El óvalo de su boca se transformó en una de esas líneas de vida, toda irregulares, que aparecen en los electrocardiogramas. Pero el que más se cagó fui yo cuando vi al viejo ese desplomarse a la piscina, todo bañado en sangre. El plomazo no lo escuché. Lo único que recuerdo haber oído fue el sonido del Gocho cayendo de chapuzón. Lo demás es historia.

Miguel cagado de la risa. Era verdad que tenía SIDA y era verdad que se había vuelto loco.

Yo también me volví loco y ahora sólo espero por Chávez. Mi salvador. Sé que él llegará.

 

El Hombre Vacío

 

—Después de mentir, como mentí esa noche, es difícil no considerarme muerto.

Quien hería el aire con estas palabras era un hombre vacío de sí, pero repleto de voz. Le bañaba una sombra tiránica que, lejos de ocultarle, le servía de traje para imaginar cualquier fisonomía posible.

—Mentir es de humanos, errar, dicen —uno de los presentes quiso consolarle, pero el hombre martirizado interrumpió, insistiendo en su autoflagelación.  

—Persistir en lo falso…, extasiarse en la vaguedad es, todo errante lo sabe, separarse de la identidad que nos confiere sentirnos pertenecientes a esta especie, a su tradición. Eso soy, esto he empezado a ser: un errante. Hasta ahora reparo que un errante es en sí un yerro, una falla, siempre es alguien que esquiva, se aleja y miente. La etimología le denuncia. No importa si está en una casa calentito frente a una chimenea o como alma en pena cruzando la frontera de México a USA. No interesa si está a gusto o si es perseguido. Un errante siempre está muerto.

Aquel lugar era un espacio tenue, aspirante a vaporoso desierto. Cualquier objeto, hasta el más ínfimo, proyectaba sombras gigantescas que impedían distinguir algo con nitidez. Todo allí era siluetas, voces y pálpitos. Tampoco se podía deducir cuántas personas, si se podían llamar así, estarían integradas a la conversación. Quizás cinco, diez, pero solo se escuchaba a estos dos: el hombre vacío y atormentado, más su comprensivo interlocutor.

—Usted se castiga demasiado. Puede ser condenable, de un modo retórico, claro, que se considere usted muerto. Sin embargo, es desproporcionado pensar que mentir implique su desaparición como ser. Errar tiene otra acepción: vagar. Y vagar es estar libre, es recorrer, avanzar. Y quien avanza no suele temer. Entre mentir y temer prefiero lo primero.

En ese fragor embargante resultaba imposible descubrirse, mirarse del todo, pero la afectación en la conversación hacía pensar que estaban de frente, entendiendo los gestos uno y otro.

—¿Qué fue aquello tan terrible que dijo la noche de su tormento? —prosiguió el señor misericordioso. —¿Cuál fue esa perversión de realidad tan condenable?

El afligido se levantó de golpe desde la nube rosa que le soportaba en ese inmenso éter.

—¿No ha entendido nada de lo que le he dicho? —Esta vez el tono fue cortante, como un desafío. —No espere respuestas de mi parte, ya no soy capaz de emitir una sola verdad.

El otro no quiso atender el reto, decidido más a consolar que a debatir.

—Si es cierto que solo dice mentiras, entonces tampoco debería darle crédito a su declaración. Si dice usted que es un mentiroso debería concluir que, en efecto, es el más honrado de los hombres, pues lo sensato sería creer lo opuesto a lo que enuncia. Si se confiesa muerto es porque, en realidad, es la vida más pura existente.

—La otra noche… —Continuó el hombre vacío, no tanto en respuesta como sí en plan epifanía—  alguien decía y decía que estaba muerto, que nadie debía creerle. Ahora recuerdo…

El atormentado se detuvo, calló por primera vez, un silencio largo, escalofriante. Finalmente, con una voz resignada, prosiguió.

—Esto no tiene sentido pero…, esa noche, ya no sé si anoche o cuándo, le contesté a alguien… alguien con una voz parecida a la suya, lo mismo que usted me ha confiado. Exactamente lo mismo. Ahora…, no sé, temo por usted, pero principalmente por mí. ¿Qué hacemos aquí, dónde estamos? Hace frío, tengo frío…

El otro no volvió a contestar. Tampoco su silueta ni su sombra resurgieron.

El desierto quedó en paz, sin más sombras perturbando el vaporoso rosado, que sí continuó persistiendo.

Las quejas y mentiras del hombre vacío se fueron diluyendo entre las gotas y polvo del entorno y con ellas las voces y pálpitos de esa noche que jamás volvería a ser evocada.   

Irreversible Otoño

Ayer no hubo pérdida

aunque algunas cosas

seres

y momentos

empezaron a cambiar

a desprenderse

sin caer

 

A veces

no se puede evitar

ceder

ante el irreversible otoño

de nuestro brío

 

pero desprenderse

no es caer

 

es separarse

 

desnutrirse un poco

para empezar a armar

amar

 

absorber

 

la tierra

la humedad

el fango

 

en donde

adonde

volveremos

a ser

y crecer

mañana

 

como si todo siempre

dependiera

de una nueva oportunidad

El Estallido

No sé si deba contar esto, pero cuando uno ama hay cristales que estallan.

Hasta ahora lo descubro, quizás porque no había amado antes. Quizás porque todo contigo era compacto, estático, abarcable.

Sé que te dolerá esto, dirás ‘es otra de sus idioteces’. Pero, créeme, si te enamoras, si te llegas a enamorar de verdad, no volverás a ver un cristal ni nada, intacto, sólido. Empezarás a ver y sentir todo como frágil, percutor, anguloso. Y procurarás atomizarte, amando, desnuda, abierta, entregada, desbocada.

¿Recuerdas nuestro último atardecer?

Cuando me fui, forzado-destronado, la bicicleta no podía sostenerse sin riesgo de que se pincharan las llantas. No le presté tanta atención a ese hecho, más preocupado por alejarme de ti que por las reacciones insólitas que presentaba el momento, ese filoso momento.

Hice algo tonto, como prueba, como una suerte de conjuro para evitar ese destino que nos alejaba: pedaleé como si no hubiera destino inflexible. Me enfilé directo al momento en que nos conocimos. Comprobé que pedalear en el tiempo es más incómodo que en el espacio, aunque mucho más reconfortante.  

Lo cierto es que pedaleé hacia atrás y la bicicleta aceptó el desafío. Y avanzó, corrijo, retrocedió con gusto y rapidez. No espero que me creas, pero después de muchas calles, con los ojos en la espalda, llegué al principio, a nuestro primer encuentro.

Pero esta vez, te evité. Me miraste profunda y deliciosamente, como lo recordaba. Sin embargo, seguí de largo hacia aquella chica, no tan linda como tú, que igual me estaba mirando desde el otro lado del parque ¿La recuerdas?

Tenía el cabello largo y negro, opuesto a ti, unos ojos apagados y dulces, detrás de unas gafas negras y toscamente rectangulares, que lo mismo la mimetizaban con el entorno y la protegían de irradiar esa fascinante belleza que guardaba con discreción, como esas flores que solo se abren para quien osa tocarlas.

Frente a ella, las llantas de mi bicicleta explotaron. Y algo en mí también, mi cuerpo, empezó a astillarse, quebrarse, fraccionarse.

Y allí quedé, un cuerpo de cristal esperando el leve soplo que le partiera en mil pedazos. Y ese soplo fue su aliento, su voz. Supe que me había enamorado y mi destino sería estallar junto a ella una y otra vez por siempre, para siempre, como ruedas estelares, girando, friccionando y entrelazando sus átomos, besos y deseos inabarcables.

 

Víctor Ojeda G.

Final del fuego

Por esos días

me había separado del frío

del destino

y, como sabes, de ti

 

La calle se alargaba en cada trayecto

llevándome a esquinas

donde los fulgores encendían delirios

cristales

y cuerpos

mi cuerpo

sediento de boca

saliva

crujires

y, como sabes, de ti

 

Paradojas del calor

el sudor me resguardó 

de la esperanza

de la vuelta

y, como sabes, de ti

 

Y me llevó a ella

¿O fue una lágrima?

 

Tras esa calle interminable

vi al cielo

encerrarse dentro de unos ojos

cristales

fractales 

estallando, descubriéndome

 

Una nube escapaba

cual luminosa exhalación

en cada una de sus miradas

 

la última, una voluminosa nimbus

que empapó mis ardores

trocando labios en lenguas

corazones en lluvias

cráteres en acentos

y alientos

 

Y el fuego fue amanecer

y  piel de nubes

 

Y el estío

que todo lo desprende

y todo lo sosiega

me liberó del miedo

del dolor

y, como sabes,

final y definitivamente

de ti

 

#pasionesdeverano

Entrada destacada

Un recuerdo de Caracas

Para mí Caracas era caminar desde Chacaíto hasta Los Caobos, regodearme en la Plaza de los Museos y comprar allí libros o delirios. Indeciso si por el Anauco o por Quebrada Honda, llegar a La Candelaria a dar vueltas, pensando en ti, antes de comprar más libros en la Fuerzas Armadas, para olvidarme de ti.

Era manejar por los caminos verdes desde La Trinidad hasta El Cafetal, deteniéndome un par de minutos en algún risco de San Luis y ceder ante el verde vacío que se abría a la vista.

Era El Maní es Así, cualquier bar o pub de la Solano o el Greenwich que pasaba por Altamira y bailar como si supiera bailar y verte, oírte, verte, tocarte, verte, probarte.

Era la navegación por Las Mercedes nocturna, por esos otros riscos que regalaba la madrugada. Era un amanecer en la plaza de El Hatillo, que no está en Caracas, pero todos sabemos que sí está.

Era el Radio City, puta madre, una tarde de cine en la Previsora o en la minúscula y oscurísima sala del Celarg, escondida detrás de exposiciones, caricias y baños.

Era un batido de naranja y cambur antes de subir Sabas Nieves. Era Quebrada Quintero, Las Julias, joder, la Cota Mil. Es El Ávila, ese galante incontinente, que la viste y desviste.

Era el litoral, cálensela, sí, era también el litoral. Me gusta creer que hasta Naiguatá porque si has prolongado una noche mojándote en el alba de playa Los Ángeles, sabes a lo que me refiero.

Era un concierto o una obra en ese espacio atemporal que era la Concha Acústica de Bello Monte. Era besarse en La Alameda y quedarse adheridos como musgos a cualquier rincón tibio hasta que pasara el temblor.

Era salir de El Poliedro, después de Soda, y quedarse helado mirando El Valle como si fuese un valle de verdad. Ay, carajita, era Sentimiento Muerto ‘y mis ojos se van poniendo chinos’.

Era también esa ridícula valla hollywoodense en Caurimare (arréchense, pero es ridícula). También esa tonta fuente de Plaza Venezuela. Y esa absurda esfera de Soto (y eso que amo a Soto, pero no a esa estúpida esfera).

Era El León. Y el suelo de El León. Y el estacionamiento de El León.

No, no era Petare, tampoco la cruz decembrina ni El Guaire. Casi nunca fue La Pastora. Ni de vaina fue, alguna vez, el 25 de julio. No me jodan.

Era tu cabello  y tu boca.

Caracas, eras tú.

 

V.O.G. @v0ga

25/07/18

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