En la medianoche de la nochebuena cabe también la madrugada y la mañana del día siguiente.

Después de cenar y abrazarse, los cuerpos ya están en un acelerado declive a causa del exceso de comida, tragos y plática. Nada fatiga tanto como el estrés conversacional de esa fecha: hablas con quienes tienes alrededor, pero también a través de llamadas telefónicas, chats de whatsapp e intercambios por redes sociales.

Sin embargo, hay un diálogo interno que también se desarrolla, incluso en los escépticos. Se puede manifestar como oración, discurso de agradecimiento o un testimonio entre quienes se saturan de alcohol y no pueden controlar los efluvios de sinceridad emocional en horas tardías.

Caben cientos de noches en nochebuena… y muchas más en su amanecer.

En mi casa siempre he sido quien compra los regalos, incluyendo los míos. También me he impuesto por tradición escoger el papel y lazos que identifiquen a cada miembro de mi pequeña familia: mi esposo y Diego, mi pequeño hijo de 9 años. Para contribuir a la magia de esa noche no hacemos intercambios (a Diego le cuesta entender esa dinámica). Todos deben esperar a que el niño Dios coloque los regalos debajo del árbol mientras dormimos para, en la mañana, compartir la emoción de abrir cada presente.

Sí, también soy yo la que espera el sueño familiar para bajar a la sala y, en una ‘meditoración’, servir cada obsequio como si de una ofrenda se tratase.

La madrugada de este 25 me sentía especialmente cansada como para esperar el sueño profundo de todos (también nos acompañaban mis padres). Configuré la alarma a las 3:30 am para dormir al menos una hora y dar tiempo suficiente a que nadie vagara por la casa oscura.

Antes de buscar la bolsa de regalos me tomé un par de pastillas para mitigar una resaca incipiente. Bajé las escaleras y lo que vi bajo el árbol me erizó toda la piel. Regresé a la habitación pensando que aquello podía ser una broma de Pedro, pero no, mi esposo dormía profundamente.

La base del árbol estaba completamente cubierta de regalos de todos los tamaños, empapelados en dorado con lazos de un plateado brillantísimo. La sala deslumbraba, mucho más que con el acostumbrado juego de luces navideñas. Me acerqué con extrema cautela, mientras evaluaba las posibles explicaciones a tan desconcertante y, sí, aterradora maravilla.

He dicho antes que siempre he sido la única responsable de los regalos, pero este año debido a la cuarentena, mucho más. Las compras decembrinas las hice yo, nadie más. Mi esposo se quedó en casa trabajando todo el tiempo. Mis padres llegaron hace unos días y no han salido.

Quedaba la posibilidad de que, en una de mis salidas, alguno de ellos hubiera encargado todos estos regalos a domicilio. Pero no, son gente poco presta a cosas así. Tampoco habrían podido esconderlos en esta casa que controlo al dedillo.

Con mucha precaución decidí tocar el regalo más grande y descubrí que portaba una hermosa tarjeta negra debajo del lazo, con letras góticas estampadas también en dorado: “Para Alma” ¡Mi nombre!

Iba a abrirlo, pero en ese momento una sombra me distrajo y aterró, helándome todo el cuerpo al notar de dónde provenía. En el primer peldaño de la escalera estaba sentado un niño. No, no era mi Diego.

Escondía la cabeza entre sus piernas, cubierto todo por una túnica naranja. A pesar de no emitir sonido alguno, sabía que lloraba.

Mi corazón palpitaba como nunca antes, quise gritarle a Pedro, pero me privé por miedo a ponerlo en riesgo. Creí (rogué) estar soñando.

No sé cuánto tiempo estuve inmóvil, solo reaccioné cuando, finalmente, el niño empezó a hablar. Su voz no correspondía a la edad que le figuré.

– No volveré a poner más regalos en tu corazón. Es la última vez. Esos de ahí serán suficientes para toda tu vida, ábrelos con cuidado en el momento correcto. 

De repente el miedo se esfumó y sentí verdadera preocupación por él.

– ¿Por qué lloras? -Dije esto como si lleváramos toda la noche conversando.

– Ya no vendré más Alma.

– ¿Quién eres? -Fue una pregunta estúpida. Ya sabía la respuesta.

Sacó la cabeza de entre las piernas y lo vi, sus ojos grandes, hermosos, hinchados de lágrimas, me vieron con tristeza, alegría, hermandad, sorpresa, histeria, dolor.

En una lágrima, como en cualquier océano, caben aguas de todos los colores, densidades y pesares.

Se levantó y caminó hacia mí agrandándose con cada paso, tanto que en su última pisada solo alcancé a ver uno de sus enormes pies.

Quise hacerle una última pregunta, pero su último paso me lo impidió: me aplastó implacable, con una presión sorpresivamente dulce que hizo crujir todos mis huesos como ramas y hojas secas. Vi, con singular placer, cómo todo mi cuerpo se consumía en una luminosa llama blanca.

Amanecí dormida frente al árbol, como tantas veces siendo niña. Todos los regalos que había comprado estaban perfectamente colocados, con los mismos envoltorios que tanto me esmeré en decorar.

Preparé café y me senté a celebrar entre lágrimas, viendo cómo cada miembro de mi familia desfilaba frente a su regalo y lo abría esparciendo alegría, hermandad, sorpresa, y todas esas emociones que solo puedes descubrir cuando te pones lágrimas en lugar de gafas.

– Mamá, bonita ¿Y esas lágrimas? -Me preguntó mi pequeño Diego, el último en bajar a por su regalo.

Eran sus primeras palabras en esta vida, pero las tomé como si llevara toda la eternidad escuchándolo. Nueve años de silencio autista acabaron ese amanecer de su novena navidad.

No quise responderle. Caminé hacia él, agrandándome en cada paso. Lo abracé haciendo crujir su cuerpito con el mismo fulgor que me había prendido en la madrugada.

Así abrí el primero de los regalos dorados, comprendiendo el silencio del niño de mis oraciones y descubriendo la voz del otro, el niño de mis días, de mi vida.