—Después de mentir, como mentí esa noche, es difícil no considerarme muerto.

Quien hería el aire con estas palabras era un hombre vacío de sí, pero repleto de voz. Le bañaba una sombra tiránica que, lejos de ocultarle, le servía de traje para imaginar cualquier fisonomía posible.

—Mentir es de humanos, errar, dicen —uno de los presentes quiso consolarle, pero el hombre martirizado interrumpió, insistiendo en su autoflagelación.  

—Persistir en lo falso…, extasiarse en la vaguedad es, todo errante lo sabe, separarse de la identidad que nos confiere sentirnos pertenecientes a esta especie, a su tradición. Eso soy, esto he empezado a ser: un errante. Hasta ahora reparo que un errante es en sí un yerro, una falla, siempre es alguien que esquiva, se aleja y miente. La etimología le denuncia. No importa si está en una casa calentito frente a una chimenea o como alma en pena cruzando la frontera de México a USA. No interesa si está a gusto o si es perseguido. Un errante siempre está muerto.

Aquel lugar era un espacio tenue, aspirante a vaporoso desierto. Cualquier objeto, hasta el más ínfimo, proyectaba sombras gigantescas que impedían distinguir algo con nitidez. Todo allí era siluetas, voces y pálpitos. Tampoco se podía deducir cuántas personas, si se podían llamar así, estarían integradas a la conversación. Quizás cinco, diez, pero solo se escuchaba a estos dos: el hombre vacío y atormentado, más su comprensivo interlocutor.

—Usted se castiga demasiado. Puede ser condenable, de un modo retórico, claro, que se considere usted muerto. Sin embargo, es desproporcionado pensar que mentir implique su desaparición como ser. Errar tiene otra acepción: vagar. Y vagar es estar libre, es recorrer, avanzar. Y quien avanza no suele temer. Entre mentir y temer prefiero lo primero.

En ese fragor embargante resultaba imposible descubrirse, mirarse del todo, pero la afectación en la conversación hacía pensar que estaban de frente, entendiendo los gestos uno y otro.

—¿Qué fue aquello tan terrible que dijo la noche de su tormento? —prosiguió el señor misericordioso. —¿Cuál fue esa perversión de realidad tan condenable?

El afligido se levantó de golpe desde la nube rosa que le soportaba en ese inmenso éter.

—¿No ha entendido nada de lo que le he dicho? —Esta vez el tono fue cortante, como un desafío. —No espere respuestas de mi parte, ya no soy capaz de emitir una sola verdad.

El otro no quiso atender el reto, decidido más a consolar que a debatir.

—Si es cierto que solo dice mentiras, entonces tampoco debería darle crédito a su declaración. Si dice usted que es un mentiroso debería concluir que, en efecto, es el más honrado de los hombres, pues lo sensato sería creer lo opuesto a lo que enuncia. Si se confiesa muerto es porque, en realidad, es la vida más pura existente.

—La otra noche… —Continuó el hombre vacío, no tanto en respuesta como sí en plan epifanía—  alguien decía y decía que estaba muerto, que nadie debía creerle. Ahora recuerdo…

El atormentado se detuvo, calló por primera vez, un silencio largo, escalofriante. Finalmente, con una voz resignada, prosiguió.

—Esto no tiene sentido pero…, esa noche, ya no sé si anoche o cuándo, le contesté a alguien… alguien con una voz parecida a la suya, lo mismo que usted me ha confiado. Exactamente lo mismo. Ahora…, no sé, temo por usted, pero principalmente por mí. ¿Qué hacemos aquí, dónde estamos? Hace frío, tengo frío…

El otro no volvió a contestar. Tampoco su silueta ni su sombra resurgieron.

El desierto quedó en paz, sin más sombras perturbando el vaporoso rosado, que sí continuó persistiendo.

Las quejas y mentiras del hombre vacío se fueron diluyendo entre las gotas y polvo del entorno y con ellas las voces y pálpitos de esa noche que jamás volvería a ser evocada.